miércoles, 16 de enero de 2013

Un frío de Enero


Miércoles, 16 de Enero de 2013. A eso de la una de la madrugada hacía un frío de muerte. Me tuve que subir el cuello de la cazadora y me encogí todo lo que pude, porque el escalofrío intenso que me recorrió la espalda nada más salir del metro anunciaba que no estaba la cosa como para andarse con tonterías. Debíamos de estar a cero grados, o menos. A los eneros de Madrid no les afecta para nada el cambio climático. Siguen siendo igual de crudos que siempre. Me consolé pensando que me faltaban solamente cinco minutos para poder estar en casa calentito. Pero aún había que pasarlos y se presumían gélidos. La noche te plantaba cara de manera despiadada. No había un alma en la calle. Eché a andar apurado con las manos en los bolsillos. La verdad es que había sido una cena divertida, una velada muy agradable. Teresa nos obsequió con un regalito musical que nos habían traído los Reyes. Estaba desbordante. Al fin embarazada, después de perseguirlo tanto tiempo. Esther vino con su nuevo chico, simpático a rabiar. Fer nos dio a conocer detalles de su próximo enlace. No es que le emocionase lo de casarse, era ya su segunda boda y además llevaba tiempo viviendo con su chica, pero le entusiasmaba hacerlo el 14 de abril. El azar le había regalado una fecha muy especial a un republicano convencido. Las pisadas apresuradas a mis espaldas me hicieron perder la concentración y enturbiaron mis pensamientos. Aceleré el paso y traté de recrearme nuevamente en los desenfadados galanteos de Fran con Flori, pero ya no pude. Al dejar López de Hoyos, la iluminación se había hecho más vaga y, en un momento, las calles se habían llenado de sombras que, ahora, se me apetecían un tanto siniestras. Por mucho que apuraba no conseguía distanciarme de aquellos dos chicos encapuchados que me seguían. Ya estaba llegando. En otro tiempo quizás no hubiera sido así, pero ahora reconozco que tenía miedo. Ni mi barrio es especialmente conflictivo ni yo soy aprensivo, pero estaba claro que me perseguían. En cualquier momento me asaltarían. Llevaba el llavero agarrado con fuerza dentro del puño y caminaba a paso ligero. De vez en cuando les oía intercambiar alguna frase corta, pero no conseguía entender lo que decían. Di la vuelta a la esquina y eché una carrerilla para subir sin que me alcanzasen las dos escaleras del portal. El tiempo justo para meter la llave en la cerradura, abrir y volver a cerrar la puerta. ¡Qué alivio! Una paz desacostumbrada me embargaba mientras esperaba el ascensor. Respiré hondo. Me daba la impresión de que flotaba, cuando aquel golpe en la cabeza me hizo perder el conocimiento. No lo sentí. No me dolieron ni los doce puntos de sutura ni los 87 euros que me mangaron. Lo único que me jodió fue que me quitasen aquel viejo reloj que había sido de mi padre.

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