jueves, 28 de mayo de 2020

O es democracia o es otra cosa

¡Madre mía! Resulta que ahora nos enteramos que en la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados cualesquiera de los presentes —representantes de la ciudadanía elegidos democráticamente por todos nosotros para que sean portavoces de nuestras ideas—, puede decir sin pestañear la mayor animalada que se le ocurra acerca de sus adversarios políticos porque no tiene ningún castigo, no tiene que ser perseguido por la justicia como el resto de los mortales cuando no somos sensatos, cuando se nos calienta el paladar y decimos alguna burrada. Para estos privilegiados de la justicia no importa. (Art. 71 de la Constitución: Los diputados gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones). 

Esto viene  a significar que a un diputado puede ocurrírsele decir —porque se supone que puede ser interesante para captar votos— que su adversario político es un asesino y no es necesario que lo matice, no es imprescindible ni siquiera que le ponga delante el calificativo condicional de presunto —como tenemos que hacer el resto de los mortales si no queremos complicarnos la vida en los tribunales– , no es necesario porque desde la tribuna de oradores del Congreso los diputados tienen bula, son privilegiados, están vacunados, pueden decir la mayor barbaridad que se les antoje con total impunidad. Fatal. 

Ahora vamos entendiendo esa locura en la que se ha convertido el Congreso de los Diputados: descalificaciones, insensateces, brutalidades, insultos sin ton ni son hacia cualquier adversario. Es gratuito, no cuesta nada. Vale todo. Perdónenme, pero esto no tiene nada que ver con la democracia ni con la  libertad de expresión, esto es un cheque en blanco para saltarse la sensatez, la decencia y el juego limpio que se nos exige al resto de la sociedad. El librepensamiento es una doctrina que sostiene que las posiciones de cada uno en relación a su concepción de la realidad deben de  sustentarse en el análisis, la lógica y la razón, pero nunca en la autoridad, en la arbitrariedad, en el sinsentido, en la tradición, en el odio o en alguna casual ocurrencia interesada en particular. Resulta muy curioso que sean aquellos que emplean la irracionalidad y el despropósito como banderas los que se arrogan con orgullo el título de librepensadores, de adalides de la libertad. 

Así, alguien puede soltarle a otro, sin ruborizarse y sea quien sea el destinatario, que su padre es un terrorista, insultarle abiertamente o decirle que es un asesino, como se ha dicho frecuentemente en la Cámara de Representantes. Sin matices, sin medias tintas, sin condicionantes. Así de crudo. Y no pasa nada. ¡¡No pasa nada!! Son sus señorías. Y por eso, por el hecho de serlo, están autorizados a decir lo que les venga en gana. Pues no estoy de acuerdo. Me rebelo. Si usted me difama, sea usted quien sea y lo haga donde lo haga, tiene que responder ante el juez de sus actos y, en caso de no ser cierto lo que dice, tiene que rendir cuentas, tiene que ser castigado por mentir y por difamar. Eso es la independencia real del poder judicial. La tribuna del Congreso no tiene que ser una isla privilegiada, un reducto de impunidad, sino todo lo contrario, debe ser una plataforma de ejemplaridad para la ciudadanía, en la que la falta de ética se persiga y se castigue con rigor. En la Facultad de Ciencias de la Información nos decía un profesor de Derecho Político que, o el listón es el mismo para todos o, le llamemos como le llamemos, a lo que estamos jugando no se le puede llamar democracia. Es otra cosa.  

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