martes, 8 de diciembre de 2020

Falsos demócratas

Vamos a aceptar que es normal que los diputados conservadores del Congreso no estén de acuerdo con los presupuestos de un Gobierno progresista (por muy interesantes que puedan ser) y que voten en contra de su aprobación, pero no parece razonable que los desprecien por inaceptables si huelen que también les vaya a dar su voto afirmativo otro partido con el que no comulgan. 
Vamos a aceptar que es normal que a algunos, del partido que sean, no les guste que el PSOE se haya aliado con Unidas Podemos para formar Gobierno, pero no parece razonable que de esa alianza se concluya que el Gobierno es ilegítimo, que el sanchismo es fascismo y Sánchez un golpista.
Vamos a aceptar que es normal que haya gente que entienda que el Gobierno no ha estado acertado con la gestión de la pandemia, que se ha acelerado el desconfinamiento y que debía haber hecho pública la lista de expertos que le asesoraban, pero no parece razonable que la conclusión a la que se llegue por ello sea que el presidente del Gobierno es un asesino. 
Vamos a aceptar que es normal que entre los oficiales retirados de las Fuerzas Armadas abunden los conservadores, lo mismo que podemos presumir que entre los profesores de filosofía haya muchos progresistas o entre los agentes forestales muchos ecologistas. Pero no parece ni medianamente razonable que se dirijan al Jefe del Estado instándole a que promueva un alzamiento nacional porque la democracia actual no es como debería ser. 
Vamos a aceptar que es normal ser demócrata, pero lo que no vale es ser demócrata si y solo si los que están ahí hacen la política que nos gusta. O nos regimos por los principios democráticos o (como Groucho Marx) tenemos otros por si acaso. Si los políticos no actúan como tú quieres no les votes, pero no debes concluir por ello que la democracia es algo con lo que hay que acabar. 
Algunos piensan que "si el actual gobierno ha ganado las elecciones es porque ha habido fraude, ya que es metafísicamente imposible ganar unas elecciones siendo enemigos de la libertad, de la decencia, de la democracia y de España". Pueden pretender e incluso presumir de que piensan así porque son demócratas. Pero no. Son otra cosa.

domingo, 6 de diciembre de 2020

De allegados y vacunas


No importa mucho ahora esa cifra de fallecidos diarios que nos regalan los informativos mientras comemos. Ya ha pasado a segundo plano, estamos casi anestesiados. No importan ni los contagios ni los muertos que la pandemia nos pone encima de la mesa, ni las familias que destroza el virus cada día, lo importante es que el Gobierno nos diga si se atreve o no a prohibirnos disfrutar de unas Navidades como Dios manda. Y el Gobierno nos sale con aquello de los allegados. ¡Valiente estupidez! Otra metedura de pata por su parte porque así no podrá impedir que nos reunamos con quien nos venga en gana. Y tampoco podrá comprobar si somos ocho o doce a cenar en Nochebuena porque la ley no les permite entrar en nuestras casas así como así. Es verdad. Este Gobierno comete con frecuencia el error de pensar que los ciudadanos somos sensatos y dueños de una racionalidad suficiente como para actuar éticamente, haciendo caso de las recomendaciones, sin necesidad de que nos impongan por ley ser responsables. 
Sería fantástico esperar que no fuese necesario que nos obligasen por la fuerza a ser honestos, que se hiciesen las cosas adecuadamente sin necesidad de que sean publicadas en el Boletín Oficial, hacerlo bien no por miedo a la sanción sino por disponer de un arraigado sentido ético que nos empuje a actuar con corrección. 
Alguna polémica similar se avecina con el tema de las vacunas. Al margen de los negacionistas, que atentan contra la racionalidad de la ciencia, ya hay muchas personas normales que dicen que no quieren vacunarse o que mantienen reticencias, que prefieren esperar lo máximo posible para saber qué efectos producirán en los que sí lo hagan. Y vuelve a surgir el tema de si imponer por ley la obligatoriedad de vacunarse o anteponer la libertad de elección y que cada cual acuerde consigo mismo si debe o no hacerlo. En definitiva se trata de decidir si se puede permitir o no una objeción de conciencia a la vacunación sabiendo que no hacerlo entraña serios peligros para la salud pública. Nuevamente la ley frente a la moral. Lo ideal sería no tener siquiera que plantearse la obligatoriedad, pensar que somos suficientemente maduros y vamos a actuar éticamente pensando en que no es nuestra vida sino la de nuestro seres queridos y la de miles de ciudadanos lo que está en juego. Que no nos obliguen, que no nos lo impongan, confiemos en nuestra solidaridad. Que sea nuestra conciencia social y nuestra ética las que consigan salvar nuestras vidas y las que se apunten el éxito de acabar de una vez con la pandemia.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Aprender a cambiar

 

Al final lo he descubierto. El problema de España no es el coronavirus ni la solución tiene que ver con el allanamiento de ninguna curva. La verdadera pandemia se llama "misoneísmo", una enfermedad que padecemos en alguna medida todos los humanos y la que realmente estamos obligados a superar. Ella es la culpable, la que causa todas esas tropelías en el Congreso y tanta crispación en la calle, la que hace que unos viejos militares pretendan que Franco siga vivo, la que produce los temblores que aquejan a Pablo Casado cuando alguien menta a Bildu, la que explica que Vox declare ilegítimo a un Gobierno salido de las urnas por socialcomunista, filoetarra y bolivariano, la que provoca que a Inés Arrimadas le parezcan aceptables unos presupuestos si y solo si no los apoyan los independentistas catalanes y vascos. 
El misoneísmo hace mucho daño porque genera en el ánimo una resistencia maligna a los cambios, un temor cancerígeno a lo que pueda venir. En román paladino viene a ser el miedo a lo desconocido. Nos negamos a aceptar cualquier cosa que cambie nuestras rutinas, que atente contra nuestros esquemas, no queremos asumir algo nuevo que ponga en riesgo aquello a lo que estamos acostumbrados y que, de alguna manera, nos sirve de apoyo. Nos cuesta aceptar que las cosas dejen de ser como eran. 
Necesitamos sobreponernos al misoneísmo, rehabilitarnos. Puede ser difícil curarse, pero hay que conseguirlo. Puede ser duro aceptar que Otegui hoy ya no sea un terrorista desalmado cuando ayer se dedicaba a matar. Nos crea dudas, nos produce desconcierto, pero hay que ganarle la batalla a la enfermedad. Este mundo global e interconectado  cambia con rapidez. Tenemos que asumir que ahora ya no podemos hacer la misma vida que antes de la pandemia, que los comunistas de hoy ya no dependen de Moscú ni son diablos con cuernos y rabo, que sus majestades los reyes también cometen tropelías punibles, que los jueces se equivocan, que España no es ya una unidad de destino en lo universal y que educar a los ciudadanos en valores éticos es más necesario que sancionarlos. Aceptarlo nos va a permitir sobrevivir. Las costumbres nos proporcionan tranquilidad pero el mundo es cambiante y cada vez a mayor velocidad. Es necesario perder el miedo al cambio, el odio a lo novedoso, librarnos de ese misoneísmo que nos agarrota y nos impide avanzar. Pretender que las cosas permanezcan como eran, es un grave error. 
Todos incorporamos hábitos, creencias y costumbres en nuestras vidas que quisiéramos que duraran eternamente, pero hoy más que nunca la eternidad dura un instante. Ese miedo a lo nuevo produce estancamiento. Más vale aceptar que todo se transforma que pasarnos la vida quejándonos de que las cosas no son como nos gustaría que fuesen. Cuanto más rápido se mueve el mundo más pronta debe ser nuestra respuesta. Para progresar es imprescindible interesarse por lo nuevo, inspeccionar caminos inéditos. O comenzamos ya la terapia para educarnos en esa disciplina del cambio o éste terminará por arrollarnos.

Ciudades deshumanizadas

Regresamos a Madrid. La vuelta a la gran ciudad después de unos días de disfrute de la naturaleza en Galicia resulta cada vez más triste. La...