domingo, 6 de diciembre de 2020

De allegados y vacunas


No importa mucho ahora esa cifra de fallecidos diarios que nos regalan los informativos mientras comemos. Ya ha pasado a segundo plano, estamos casi anestesiados. No importan ni los contagios ni los muertos que la pandemia nos pone encima de la mesa, ni las familias que destroza el virus cada día, lo importante es que el Gobierno nos diga si se atreve o no a prohibirnos disfrutar de unas Navidades como Dios manda. Y el Gobierno nos sale con aquello de los allegados. ¡Valiente estupidez! Otra metedura de pata por su parte porque así no podrá impedir que nos reunamos con quien nos venga en gana. Y tampoco podrá comprobar si somos ocho o doce a cenar en Nochebuena porque la ley no les permite entrar en nuestras casas así como así. Es verdad. Este Gobierno comete con frecuencia el error de pensar que los ciudadanos somos sensatos y dueños de una racionalidad suficiente como para actuar éticamente, haciendo caso de las recomendaciones, sin necesidad de que nos impongan por ley ser responsables. 
Sería fantástico esperar que no fuese necesario que nos obligasen por la fuerza a ser honestos, que se hiciesen las cosas adecuadamente sin necesidad de que sean publicadas en el Boletín Oficial, hacerlo bien no por miedo a la sanción sino por disponer de un arraigado sentido ético que nos empuje a actuar con corrección. 
Alguna polémica similar se avecina con el tema de las vacunas. Al margen de los negacionistas, que atentan contra la racionalidad de la ciencia, ya hay muchas personas normales que dicen que no quieren vacunarse o que mantienen reticencias, que prefieren esperar lo máximo posible para saber qué efectos producirán en los que sí lo hagan. Y vuelve a surgir el tema de si imponer por ley la obligatoriedad de vacunarse o anteponer la libertad de elección y que cada cual acuerde consigo mismo si debe o no hacerlo. En definitiva se trata de decidir si se puede permitir o no una objeción de conciencia a la vacunación sabiendo que no hacerlo entraña serios peligros para la salud pública. Nuevamente la ley frente a la moral. Lo ideal sería no tener siquiera que plantearse la obligatoriedad, pensar que somos suficientemente maduros y vamos a actuar éticamente pensando en que no es nuestra vida sino la de nuestro seres queridos y la de miles de ciudadanos lo que está en juego. Que no nos obliguen, que no nos lo impongan, confiemos en nuestra solidaridad. Que sea nuestra conciencia social y nuestra ética las que consigan salvar nuestras vidas y las que se apunten el éxito de acabar de una vez con la pandemia.

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