Desayunamos, comemos y cenamos inmersos en Cataluña,
rodeados por todas partes de procés independentista. Antes de abrir los ojos ya
estamos empachados de esteladas que se cruzan con banderas españolas y por la
noche no nos dejan dormir las imágenes de Puigdemont y Rajoy taladrándonos el
cerebro con la locura del 155. Como Jordi Évole y como tantísimos catalanes,
estoy deseando levantarme sin sobresaltos, olvidarme de las semanas decisivas y
dejar de vivir días históricos para empezar a vivir otra vez días menos
trascendentes y estupendos.
Estoy convencido de que en este asunto, como en casi todos,
las verdades a medias distorsionan y dificultan la comprensión de la realidad.
Y los porrazos, las lágrimas y el fanatismo del 1-O son consecuencia del
manoseo subrepticio de un concepto tan cándido como el del derecho a decidir. ¿Tenemos
derecho a decidir?
En principio nadie puede estar en desacuerdo con
que la gente piense por sí misma y concluya decidiendo lo que le parezca más
acertado. Es mensaje ganador. Todo el mundo lo puede comprar. Por eso se ha
restregado hasta a saciedad por todas las televisiones europeas el agravio comparativo
entre la violencia desatada por las fuerzas del orden y la inocencia de un
papel como arma para defenderse de los porrazos, o la candidez de una simple urna
enfrentada a la contundente agresividad de una carga policial. Pero en el fondo es un hábil eufemismo, un
truco mediático bien utilizado para lograr un objetivo enmascarando lo que no
se quiere dejar ver.
El derecho a la autodeterminación hay que ponerlo encima
de la mesa y tenerlo en consideración. Por supuesto. Hay que estudiarlo. Todo
merece una reflexión, todo merece un diálogo. Pero por delante ha de
anteponerse la obligación de no hacer trampas. Las reglas de juego han de ser las
mismas para todos. Habría que saber si después de que Cataluña se independizase,
Puigdemont aceptaría que se hiciese
valer el derecho a la autodeterminación por parte de alguna provincia del
territorio catalán. ¿O ese derecho no es universal? ¿Es solamente para los
catalanes pero no para los ilerdenses?
¿Hay que dividir la sociedad en colectivos más o menos privilegiados, más o
menos afines? ¿Qué pasaría si en las próximas elecciones la provincia de
Tarragona votase que quiere seguir siendo española? ¿Podría independizarse de
Cataluña? Y más aún, ¿por qué ese derecho no es extrapolable a colectividades
menores? ¿Y si pasa lo mismo con una comarca de Barcelona o un pequeño pueblo
de Girona? ¿Qué se independicen? ¿O el derecho a la autodeterminación solamente
es válido para grandes colectividades?
Sinceramente, me gustaría saber lo que
contestaría Puigdemont pero mientras tanto, a mí, en principio no hay quien me
quite de la cabeza que esto es una locura. Por eso voy a ejercer mi derecho a la autodeterminación, apago la tele, dejo aparcado el procés y me voy a tomar una caña.