El motivo ya no es ilusionarnos con París, ni descubrir in situ lo que nos sacude al quedarnos atontados ante las pirámides de Egipto. Ni tampoco emocionarse al paladear unas maravillosas judías con almejas. Hoy todo eso no importa, hoy lo que prima es el "me gusta". Las sensaciones están obsoletas, el objetivo es el selfie. Que nos vean con la torre Eiffel al fondo, que todo el mundo sepa que nos hemos ido de vacaciones o que se mueran de envidia los que no han querido ir a la boda de Pepita. Desgraciadamente vamos perdiendo interés por la vivencia presencial de los acontecimientos, se desvanece entre las pantallas ese momento íntimo de encontrarnos con la realidad y lo vamos sustituyendo por imágenes para los demás, un postureo social que no es en modo alguno reflejo de nuestras sensaciones, sino una pobre y aparente teatralización exhibicionista de la parte más superficial de esa realidad. Vamos convirtiendo la vida en un videojuego que tenemos continuamente que alimentar. Se quedan fuera del cuadro los sentimientos que nos mueven, se nos olvida lo que nos motiva, lo que nos alienta. Y aparecen en su lugar unas fotos fijas del momento, sin tripas ni latidos. Nos vamos educando en la importancia de divulgar afectos por las cosas, no de vivir más de cerca y con toda la intensidad posible lo que nos va sucediendo día tras día. Las pantallas nos van convirtiendo en ludópatas de nuestra propia vida.
Un rincón amigo en el que ir soltando pensamientos variados, desvaríos circunstanciales y otras tonterías mil, al objeto de ahorrame la pasta gansa que, de no ser por este refugio, tendría que pagarle al psiquiatra
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