El tiempo festivo era originariamente un tiempo de relajo, un paréntesis de tranquilidad y reflexión en nuestra agitada vida laboral, que nos permitía disfrutar sin prisas del ocio, apreciar la belleza que siempre nos rodea, e incluso aspirar a algo parecido a la felicidad, un recordatorio del sentido de nuestra existencia. Hoy hemos perdido totalmente el rumbo. Creemos que el escape a la miseria de lo cotidiano podemos lograrlo con una sobreabundancia de estímulos en esos periodos, llámense Halloween, Navidades, Semana Santa, Puentes o Vacaciones. Ese tiempo festivo que antes era tiempo de relajo, lo rellenamos ahora con viajes vertiginosos, espectáculos de cualquier tipo, jornadas gastronómicas sin disfrute, museos sin interés, visitas aceleradas a todos los centros comerciales o catas de vinos al azar. Todo un error. Como muestra ahí están esos macrofestivales musicales veraniegos, en los que no importa ni la calidad de la música, ni el repertorio, ni la interpretación. Lo que se busca es el jolgorio compartido, divertirse como sea hasta la extenuación, rellenar esos eventos con todo lo que escasea en los anodinos días no festivos. En el fondo se trata de un simulacro de vida feliz donde priman los instintos más básicos; alimentarnos y beber hasta perder el sentido, consumir como si no hubiera un mañana y tratar así de dotar a nuestra vida de un sentido del que carece. El signo maléfico de estos tiempos de prisa irremediable y de distanciamiento de la reflexión es que nos aleja del significado original del tiempo festivo, nos impide encontrar claves para transformar lo cotidiano en algo más que una mera supervivencia y no nos deja recordar porqué vivimos, para qué respiramos y en qué consiste la existencia.
Un rincón amigo en el que ir soltando pensamientos variados, desvaríos circunstanciales y otras tonterías mil, al objeto de ahorrame la pasta gansa que, de no ser por este refugio, tendría que pagarle al psiquiatra
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