Nos han educado así, nos han inoculado la fascinación por lo veloz. Para triunfar hay que ir rápido. No vale entretenerse, hace falta apurar para llegar más lejos. La globalización, el ritmo trepidante del consumo, la televisión, el trabajo a destajo, la atención necesaria a las redes sociales, el estar al día en las últimas tendencias, conocer los entresijos de las series de moda o estar pendientes de los vertiginosos vaivenes emocionales de nuestros políticos y nuestros tertulianos lleva mucho tiempo. Somos presos de las prisas. No podemos entretenernos mirando cómo la lluvia cae tras los cristales ni saborear una puesta de sol. Tenemos que correr si queremos llegar a tiempo a ninguna parte. Con la vista siempre puesta en lo que viene es imposible apreciar el ahora. Parece que tenemos que acelerar para poder estamparnos antes contra la nada. Hoy me rebelé contra el apuro. Tiré del freno de mano y puse un poco de música relajada. Miré por la ventana y me fugué con una niña que iba en bicicleta. Me distrajo un vecino que también no hacía más que rascarse la cabeza. Gracias, Serrat. Hoy me has enseñado a disfrutar del recorrido, a canturrear en tránsito, a apreciar el goce de paladear el tiempo. Al final, como tú, también me he dado cuenta de que al techo no le iría nada mal una mano de pintura.
Un rincón amigo en el que ir soltando pensamientos variados, desvaríos circunstanciales y otras tonterías mil, al objeto de ahorrame la pasta gansa que, de no ser por este refugio, tendría que pagarle al psiquiatra
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