Es verdad que la ministra no es especialmente carismática y ahora, con la ley que pretende poner en marcha, a Isabel Celáa se le ha echado medio país encima. La mayor parte de las críticas se centran en que va a acabar con la enseñanza concertada, que quiere aniquilar el castellano y que es un ataque directo a la libertad de elección por parte de las familias. Son repetitivas máximas, recomendadas por los dirigentes contrarios a la misma y todo indica que son pocos los que se han leído la ley.
No parece inconveniente redireccionar el rumbo que iba arrinconando a la enseñanza pública frente a la concertada. Entre 2007 y 2017 el presupuesto de ésta había crecido un 25% mientras el de la pública lo hacía un 1,4%. Cualquiera debería estar de acuerdo en aspirar a una enseñanza pública bien valorada, bien retribuída, con medios adecuados y asequible para todos los ciudadanos. Respecto al teórico aniquilamiento del castellano, la única razón se busca en el apoyo de la nueva ley a las lenguas cooficiales, como exige la Constitución, y no se entiende fácilmente que haya tanta resistencia a que los alumnos gallegos se pueda expresar correctamente en su idioma.
Por último, la gran crítica a la ley es que atenta contra el derecho de los padres a decidir cómo educar a sus hijos. Se percibe que no se la han leído y en el fondo, se intuye que el ataque feroz no sea contra la ley sino contra la ministra osada que un día tuvo la desfachatez de decir que los hijos no pertenecían exclusivamente a sus padres. ¡Qué osadía! ¡Qué ley se puede esperar de una mujer así!
Al margen de la mayor o menor fortuna de la frase convendría analizarla sin sonrojo. No es ningún desatino pensar que nuestros hijos no nos pertenecen en exclusiva. Pertenecen también al resto de la familia, a su grupo de amigos, a los centros de formación, a su ciudad, a su país, a la sociedad en la que se desarrollan y al mundo en el que viven. Todo su entorno está implicado en su personalidad y a él también pertenece la criatura. Ese entorno ejerce de entrenador personal de nuestro hijo, le va a guiar en su trayectoria vital para que en la misma actúe y decida entre las diferentes alternativas que se le planteen. Si la escuela ha de educar para convivir, lo razonable sería pensar que los que vayan a vivir juntos se eduquen juntos al margen de su etnia, su sexo, su clase social o la religión familiar. Y no pensando que así se llevarán bien en el futuro, sino con la intención de que así puedan conocer cuanto antes los motivos por los que podrían llevarse mal y llegar a entenderlos.
Es lógico que los padres quieran transmitir a sus hijos los valores que consideren más interesantes, pero también parece lógico que no debieran negarles la posibilidad de acceder a otras opiniones que no sean las suyas, que les permitan conocer otros criterios diferentes, igualmente respetables. En el fondo, la educación sirve para formar a los niños de manera que puedan elegir si quieren ser como sus padres, si prefieren fijarse en otras referencias o si quieren inventarse su propia vida.
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