Estuve haciéndole una visita a mi amigo Ángel en el hospital donde trabaja en la recuperación de un traspiés vital, una de esos golpes bajos del destino de los que cuesta zafarse. Reconozco que me acerqué ya asustado al centro sanitario y que una vez allí me iba encogiendo más y más al dirigirme por aquellos pasillos que irradian solemnidad y huelen a trascendencia hacia un objetivo lleno de interrogantes, al que tienes que aproximarte guiándote por carteles implacables que señalan la dirección de un destino que impresiona: “Daños cerebrales”.
Posiblemente sea una imperdonable herejía o cuando menos una falta de decoro decir abiertamente que lo encontré muy bien. Pero lo digo. La delicada situación que atraviesa y las enormes limitaciones que condicionan su actualidad no son suficientes para empañar la transparencia de su mirada cristalina ni para desdibujar un ápice su autenticidad. Sigue siendo muy Ángel éste que nos recibe ahora en la silla de ruedas, incluso es más Ángel si cabe, diría yo. Es verdad que solamente articula algunas palabras de difícil interpretación y que tiene una movilidad muy mermada, pero mantiene intacta su insaciable curiosidad, las ganas inacabables de aprender, sigue con la misma inquietud por empaparse con el entorno, continúa interpretando con acierto lo que sucede a su alrededor y reacciona con la misma celeridad que antes a los estímulos sonoros y visuales. Dentro de la seriedad habitual que le caracteriza desde siempre y con las dificultades incuestionables para hacerse entender, tiene golpes expresivos irónicos, derrocha simpatía y sonríe con la misma franqueza de toda la vida.
Las cuatro personas que estábamos con él nos despedíamos al finalizar el tiempo de visita. Sus primos, yo y finalmente su Anita le dimos un abrazo. Él, tras este último, le hizo un gesto con la mano izquierda a Ana para que se acercase y cuando se aproximó para escucharle le dio un beso. Pensamos inicialmente que era eso lo que quería pero, no conforme, volvió a repetir el mismo gesto y ella volvió a acercarse. Esta vez Ángel le plantó un besazo en los morros. Tras el lance, pletórico, miró a las enfermeras primero y después a nosotros, levantó al aire su mano izquierda uniendo el pulgar y el dedo índice en un inequívoca señal de satisfacción por el resultado conseguido y nos dedicó una sonrisa amplia, mirando orgulloso y con cierta chulería torera a los que alrededor de su silla esperábamos expectantes el desenlace de la secuencia.