Toca ahora y durante un tiempo escuchar a los partidos de una parte del abanico —e incluso a algunos del otro lado— gritar una serie de emocionales tópicos incendiarios contra el indulto que el Gobierno baraja para con los encarcelados independentistas. Se ha descubierto que puede resultar un arma arrojadiza interesante para lanzar a las sienes del amenazante gigantón socialcomunista que nos gobierna y descabezarlo.
Parece relativamente fácil conseguirlo, aunque ese desenfreno furibundo de nacionalismo españolista contribuya directamente a un mayor convencimiento acerca de la falta de sensibilidad en el resto de España para con la situación catalana y, en consecuencia, al crecimiento del tramo ascendente en la curva de ansias separatistas.
Algo va muy mal en nuestra sociedad cuando resulta intolerable hablar de tolerancia, cuando se condena cualquier iniciativa que abra una puerta a la conciliación, cuando irrita las conciencias la palabra diálogo, cuando se desoye la búsqueda de entendimiento o cuando resulta imperdonable pensar en perdonar.
Estamos decididos a apagar con gasolina el incendio independentista. Es bien cierto que las airadas manifestaciones antiindulto pueden proporcionar interesantes réditos a la derecha española, pero no parece la mejor manera de reconducir el problema, de rebajar la tensión antiespañolista o de ensanchar espacios para la sintonía entre los catalanes y el resto de los españoles.
Cabe la posibilidad de que en breve y gracias a la venta visceral de posturas radicales, la derecha consiga recuperar el poder y hacerse sin urnas con las riendas de España, pero casi seguro que también logrará incrementar la fiebre rupturista, hasta el punto de convertir en irreversibles las ansias de independentismo total en Cataluña.
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