Es verdad que los gallegos tenemos fama de desconfiados. Siempre he pensado que era a causa de la orografía. En un pueblo de la meseta castellana puedes descubrir con tiempo suficiente al que se acerca, en un terreno sinuoso, quebrado y lluvioso como el gallego no ves al que llega hasta que lo tienes encima.
Yo no desconfié de Ayuso cuando nos contó aquella novela rosa de la crueldad de los espías genoveses. En la distancia y con el cuidadoso glamour de la puesta en escena parecía creíble. La cosa se complicó en la distancia corta cuando se fue levantando la niebla y se acercó a nosotros con los papeles en la mano. El gallego es observador y desconfía cuando las cosas no le cuadran. Y a la luz del contrato al gallego y a cualquiera algo le chirría. Chirría que la Administración ponga un millón y medio de euros en manos de alguien que no conoce y mucho más chirría que la presidenta no conozca casi nada de la relación fraternal y sustanciosa que mantiene su hermano con la Comunidad de Madrid. Bajando a lo mundano, no cuadra nada que al contratante no le extrañe que el precio de la mascarilla sea exactamente cinco euros. El gallego piensa que conocidos el precio de coste y el margen de beneficio es muy sorprendente que el resultado matemático sea una cifra redonda. Tampoco cuadra bien que al contratante no le importe que sean mascarillas FFP2 o FFP3 porque no cuestan igual y al gallego no todo le da lo mismo.
Decía Rosalía de Castro que la desconfianza nace del desconocimiento. Es verdad, los gallegos somos desconfiados, pero solo cuando no conocemos todos los datos y, sobre todo, cuando tenemos la sensación de que nos los ocultan.
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