No puede pretender Putin que sea el miedo al coronavirus el que fuerza esa distancia esperpéntica con su contertulio Macron. La imagen nos recuerda a Valle Inclán y nos hace reflotar ese término con el que el escritor gallego deforma la realidad recargando sus rasgos grotescos y absurdos. Esa mesa de madera y larga como la nariz de Pinocho es una burla grosera, una caricatura de acuerdo que pone sobre el tapete la intención última del hierático espía ruso. Nada que ver con un ansia de acercamiento entre posturas distantes o con un interés por el diálogo. Lo que evidencia la esperpéntica puesta en escena es que detrás de las palabras, sean las que fueren, hay una distancia insalvable entre Putin y el mundo, un deseo palpable de ignorar al de enfrente, de ridiculizar cualquier esperanza.
Días antes de empezar a bombardear Ucrania, afirmaba con sarcástica ironía que se iban a realizar maniobras con misiles balísticos y de crucero para comprobar el estado de forma de las fuerzas militares y verificar la fiabilidad del armamento. Ese era el discurso, el verso inocente del mandatario ruso pero, como en Valle Inclán, detrás de lo bufo, de lo grotesco, de lo cómico y lo absurdo se vislumbra siempre una situación dramática. El reverso del verso escondía un bombardeo indiscriminado de desgracias, una lluvia de terror sobre todos los que no se arrodillen al paso del amo. Tan trágicamente esperpéntico como afirmar que su decisión de cubrir el mundo de cadáveres es un acto de amor a la humanidad,
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