Principios de diciembre en Madrid. Hace frío. Entro sin miedo en el hospital a hacerme la resonancia magnética multiparamétrica que me han encomendado. No tengo que esperar, casi de inmediato me meten en una habitación de poco más de un metro cuadrado. Antes de abandonarme, la enfermera me dice que cuando salga debo hacerlo en calzoncillos y con una bata de papel verde por encima. Cuando entreabro la puerta veo al fondo al monstruo en actitud de espera. Es una especie de ballena gigante con la boca abierta. No parece agresiva pero sé que espera por mí, dispuesta a tragarme. Me tumbo. La enfermera que habilidosamente me pone la vía para inyectarme el contraste, me habla. Me pregunta los motivos de mi presencia allí. El ánimo es pretendidamente tranquilizador, pero yo no estoy nervioso. Me pone un pulsador en la mano izquierda por si tengo algún problema y unos cascos para que el sonido de la máquina no me taladre los tímpanos. Por último me dice que será cosa de cuarenta minutos. ¡Un mundo! La ballena empieza a tragarme sin atragantarse. Sin prisas el panorama se oscurece. Dentro de sus fauces es casi de noche. La luz desde detrás de mi cabeza proyecta una sombra de mi perfil, aguileño y barbado, sobre el paladar de la bestia mecánica. Los sonidos eléctricos de la máquina me alteran. Menos mal que van cambiando. Al principio parecen chisporroteos eléctricos aislados, después una lavadora estropeada centrifugando a muchas revoluciones y al cabo de un rato el sonido es idéntico a la alarma histérica de un banco recién atracado. Más tarde me parece que oigo el motor renqueante de un barco acercándose. Tengo ganas de que pase el tiempo. Fuerzo un poco la mirada encajonada y trato de ver algo en el horizonte lejano. Y más allá de mi frente y mi flequillo veo algo de la sala. Es un trocito del falso techo. Le falta una pieza y por el hueco circulan manojos de cables. Me entretengo contándolos. 32. Vuelvo a contar. 36. No veo bien. O cuento sin ganas. El sonido que me llega me lleva hacia una motosierra afónica a ritmo de reguetón. Y ahora parece un martillo neumático desesperado. ¡Se ha parado! El suelo empieza a moverse lentamente. la ballena me devuelve a la luz. La enfermera se interesa: ¿Cómo está? Y entonces me doy cuenta de que estoy vivo.
Un rincón amigo en el que ir soltando pensamientos variados, desvaríos circunstanciales y otras tonterías mil, al objeto de ahorrame la pasta gansa que, de no ser por este refugio, tendría que pagarle al psiquiatra
domingo, 8 de diciembre de 2019
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