Quizás la vida urbana nos lo impide y haya que culparla de que seamos como somos. Todo el mundo debería poder pasear por el campo de noche y pararse a mirar de frente y sin prisas esos infinitos mundos estrellados que se abren sobre nuestras cabezas. Ese simple acto nos puede ayudar a relativizar, a empequeñecer nuestro ego, a darle vueltas a esa peligrosas verdades absolutas que amenazan la sociedad. Quizás algo así de sencillo podría ser determinante para ampliar nuestros horizontes de tolerancia, para pensar en la posibilidad de otras culturas y otros universos distintos, para convencernos de la necesidad de desencorsetarnos, de una mayor apertura de miras, de lo absurdo que es discriminar a otro por su sexo o por pertenecer a una etnia determinada, o de plantearnos miles de esas cosas que no vemos por no levantar la cabeza. Paseando por el campo uno comprueba que el universo llega más allá de nuestro ombligo.
Un rincón amigo en el que ir soltando pensamientos variados, desvaríos circunstanciales y otras tonterías mil, al objeto de ahorrame la pasta gansa que, de no ser por este refugio, tendría que pagarle al psiquiatra
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