Me da mucho miedo la gente que no duda. Rechazo a los que tienen la fórmula mágica para resolver cualquier problema, a los categóricos, a los que saben siempre lo que hay que hacer para ganar el partido de fútbol, para acabar con las ansias nacionalistas de los catalanes o para solucionar definitivamente la crisis pandémica del coronavirus. Pánico es lo que me dan.
Hoy, en nuestra sociedad, no se se ven bien las dudas, todo el mundo está seguro de estar en posesión de la verdad, de conocer el truco para solucionar el problema. No se puede titubear, requerimos certezas, seguridad, solidez; hay una necesidad enfermiza de tenerlo todo claro. Es verdad que tener las cosas claras muchas veces es una suerte o una virtud, pero en la mayor parte de las ocasiones es un indicador de la estupidez del que asegura tenerlas. Ni un profesor, ni un político ni un médico se atreven a manifestar abiertamente su incertidumbre, sus dudas acerca de la mejor forma de afrontar una situación, de cómo salir del embrollo, aunque lo más probable es que las tenga. Si algún responsable deja entrever, aunque sea mínimamente, que algo no lo tiene claro o que está indeciso, nos lanzamos a su cuello por incompetente (“Este es un enchufado, no tiene ni idea, no sé qué hace ahí”).
Tener dudas antes de tomar una decisión es lo más inteligente. Hay que ser más humildes y asumir la fragilidad de nuestros conocimientos. No verlo claro no solo no es un vicio sino que es una virtud. Lo inteligente es dejar de pensar que lo sabemos todo sobre cualquier aspecto de la ciencia, la política o el fútbol. Únicamente así la vida nos puede sorprender con otras realidades que ni siquiera creíamos que pudieran existir. Gracias a las dudas quizás descubramos algunas soluciones maravillosas en las que ni siquiera habíamos pensado porque la ceguera que nos producían nuestras certezas nos lo impedía.
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