El azar incomoda, es algo que tememos aparezca en nuestras vidas. Ahora me han descubierto un cáncer y nosotros no hemos sido educados para la incertidumbre. Cualquier imprevisto descoloca nuestro orden aparente e introduce un conflicto incómodo en nuestras teóricas y balsámicas certezas, aunque seguramente no deberíamos temer tanto que nos remuevan los esquemas, que algún suceso azaroso haga tambalear los cimientos de nuestra apacible y estancada existencia. No tiene por qué ser malo que todo lo que creíamos seguridad o certeza se escabulla por las fisuras del sólido muro defensivo de convencimientos que nos habíamos construido para dar estabilidad a nuestros días.
El azar nos descoloca pero a la vez sacude esa monotonía relajada que habíamos ido atesorando y nos devuelve al vértigo de un presente que se mueve, que palpita. Puede que ese imprevisible azar nos traiga una realidad aterradora, puede que nos paralice su presencia y que pretendamos huir despavoridos pero, a pesar de ello las incertidumbres son sanas, nos abren los ojos, nos ayudan a desvelar de nuevo la vida y a valorar aquellas maravillas que antes quedaban silenciadas en nuestra acomodada existencia.
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