jueves, 20 de junio de 2024

El enano y yo

 

Dicen algunas de las personas que me conocieron en mis años mozos que yo era guapa. Yo nunca lo pensé. Ni guapa ni fea, todo lo más con "xeito". Muchos años atrás, antes de alcanzar la edad en la que el físico empieza a florecer, tenía una vecina que se llamaba como yo. Era lo único que teníamos en común. Dolores, mi vecina era una niña aplicada, obediente, aparentemente sumisa. A mi madre le parecía perfecta como amiga de su hija la pequeña: Por aquellos entonces yo era simplemente una niña buena, con una bondad que venía de fábrica, como que no tenía mérito. En vez de estudiar prefería soñar y por eso me leía todos los libros que pasaban por mis manos, desde las colecciones enteras de Enid Blyton, Escelicer, José Luis Martín Vigil y, como no, la ultra romántica Corín Tellado: Las asignaturas del cole las miraba por encima, no llamaban mi atención, excepto las matemáticas, la literatura y los idiomas. Así que mis notas finales solían ser un desastre. En aquellos días yo estaba convencida de que la gente me veía fea, ojo, la gente, yo no. Me miraba en el espejo y veía una cara con expresión dulce, ojos oscuros bonitos, una nariz que aunque fuera un poco más pequeña no le pasaba nada, pero tampoco desafinaba, y una boca discreta, de las que habrían triunfado en el siglo XVIII.  "Pues yo no me veo fea -le decía a la imagen que me devolvía el espejo- en realidad tengo cara de niña buena, que es lo que soy, pero fea...". "A lo mejor me pasa como a alguna de mis compis del cole que son feas a rabiar pero no se enteran porque no tienen una vecina gilipollas y acomplejada como era la del segundo izquierda". Mi amiga Dolores, que se convirtió en amiga por insistencia de mi madre, me llamaba Potofea. Lo de Potó es un apodo que me puso mi primo Enrique, un excelente cantante de ópera, formado por el gran Alfredo Kraus, y que nunca fue capaz de actuar en un escenario porque tenía miedo escénico. En mi familia hay personajes muy peculiares, supongo que como en todas las familias.

El caso es que él me puso Potó, luego vino la coña del Potofé que creo que era un producto que se le echaba a la sopa y, después, la vecina del segundo me bautizó con el insufrible "Potofea". Con ese nombre y teniendo en cuenta que no existían ni las redes sociales ni Internet,  crecí con el convencimiento de que ni me iba a casar ni iba a tener hijos, salvo en mis sueños. En mis sueños siempre me quedaba embarazada pero me despertaba antes de parir y mucho antes todavía de pasar por la vicaría. 

 Luego con el paso de los años empecé a tener éxito entre el género masculino, pero nunca acertaba; los que me gustaban apenas se fijaban en mí y los que estaban por mí no me gustaban. Un día una psiquiatra me dijo que eso me pasaba porque huía del compromiso. ¡Valiente chorrada! No sé por qué me estoy enrollando con estos recuerdos. Al comenzar este viejo loco iba a hablar del cabreo monumental que tengo con Josito y conmigo misma. Por eso hoy no me dirijo a él. No sé si en uno de estos escritos conté que me enamoré de Josito a lo bestia, como si nunca antes hubiera sabido lo que era el amor. Había vivido con anterioridad un primer amor platónico que me duró muchos años debido a la fábula que me creé en mi  corintelleada mente y de la que desperté de golpe cuando en la vida de Chano apareció Claire, una maravillosa americana con la que es muy feliz. 

Siempre afirmé y con convencimiento que yo era mujer de un solo hombre. Sucede que hasta que apareció el definitivo pasaron muchos años, y muchos hombres también. Un día haciendo una prueba de imagen en la Facultad de Ciencias de la Información oí a mis espaldas una voz que me puso la piel de gallina, profunda, varonil y con acentiño gallego. Me di la vuelta y me encontré con la intensa mirada de un hombre bastante guapo, con bigote, fuerte, bajito, camisa de cuadros y una cámara de fotos colgada del hombro. No era ni de lejos mi tipo; o eso creía yo. Nos pusimos a hablar y me quedé fascinada por su mirada y por su forma de escuchar. Era la primera vez en mi vida que tenía frente a mí a alguien que me prestaba una atención tan cautivadora. Me sentí... no sabría cómo explicarlo, ¿fascinante,  quizás? No sé, pero me encantó la sensación. Tardé bastante tiempo en descubrir que aquel gallego moreno, bajito y con bigote era un autentico seductor. Yo una parva sin remedio. "Si no me quieres me lo dices", me espetó por teléfono un día después de darme un plantón en toda regla y a sabiendas de que mi voz no iba a ser capaz de disimular el cabreo que tenía. Josito, José Luis entonces, siempre tuvo la habilidad de llevarme al huerto casi sin el mínimo esfuerzo. Era muy muy listo y yo estaba peligrosamente enamorada, con ese enamoramiento que sufrimos algunas personas y que a veces nos lleva a pensar que el objeto de nuestro amor no hace ni pis ni caca. Pero todos los mortales, hombres, mujeres o lo que sean cumplen con el señor Roca y si no cumplen se lo tienen que hacer mirar.  Me fui enamorando del seductor gallego casi sin darme cuenta; la primera en saberlo fue Asun, su mujer con la que aún vivía. "Esa chica está loca por ti, pero a ti no se te ve tan enganchado". Y tal cual se lo dijo su santa, me lo cascó él a mí. Yo todavía no había cerrado la boca de lo descolocada que me dejó la frasecita, cuando me la cerró él con un beso de película, de esos que te dejan kao. Me fui a mi casa con la duda de que la flojera que se había agarrado a mis piernas me permitiera subir las escaleras. No sé ni como conseguí abrir la puerta de casa. ¿Qué me estaba pasando? ¿Estaba enamorada de ese enano gallego cuando a mí siempre me habían gustado de 1,80 para arriba? Y además estaba casado. Y yo era de las que siempre habían dicho que para mí un hombre casado era como un cura. Pue sí, me había enamorado de un lucense llamado José Luis y apodado por su panda como "el enano". Lo del cabreo queda para el próximo capítulo.



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