Vivimos tiempos convulsos, rabiosos, de una hipersensibilidad enfermiza en la que todo lo que no nos encaja nos ofende y hay que intentar eliminarlo. Hablamos por ejemplo de aborto, de matrimonio homosexual, de violencia de género, de acogida de inmigrantes o de amnistía. Hay sectores de la población a los que estas cosas les ofenden tanto que quieren hacerlas desaparecer como sea. Y no es que los valores utilizados para defender posturas en contra tengan en sí nada malo. Probablemente descontextualizados esos argumentos sean dignos de tener en cuenta para un análisis. El problema surge cuando se emplean imperativamente, cuando el mundo se pretende que sea como uno quiere.
Desgraciadamente, a los que no les encaja algo o alguien, les parece obligatorio eliminarlos. A mucha gente no le encaja que Sánchez busque soluciones a la unidad territorial de España acercándose a los independentistas y por eso tratan de eliminarlo. “Hay que acabar con el sanchismo o Sánchez acabará con España”.
Éstos, que se consideran portavoces de amplios sectores de la población, ignoran que las ideas que pueden mejorar a la sociedad solamente fructifican con el atrevimiento, que la política obliga a dirigir, a tomar decisiones sin plegarse a demagógicas olas de un supuesto sentir popular y olvidan con sorprendente facilidad que en democracia las elecciones no se ganan por el nivel de decibelios de las voces indignadas que utilizan para insultar, desacreditar y tratar de eliminar a los adversarios. Por suerte, en democracia son las urnas las que mandan.
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