En la antigua Atenas, la cuna de la democracia, allá por el siglo V a.C. las decisiones políticas se tomaban en asambleas abiertas donde los ciudadanos tenían la oportunidad de debatir, deliberar y votar directamente sobre cuestiones de importancia. No había intermediarios, y la transparencia y la participación eran fundamentales. Hoy, 2500 años después, inevitablemente la democracia se ha vuelto más compleja y obligatoriamente representativa. Aunque en teoría ha evolucionado tratando de mantenerse fiel a sus orígenes, son muchos los factores que han hecho que se modifique la esencia de la misma.
La influencia mediática está alterando a pasos agigantados el pretendido gobierno del pueblo que los atenienses tenían en mente cuando hablaban de democracia. El manejo interesado de los medios de comunicación o la generalización en el uso de las redes sociales son nuevos factores que suponen un poder inmenso para dar forma a la opinión pública y, por lo tanto, influir en las elecciones y en la toma de decisiones. Y ese poder mediático tiene dueños.
Es evidente que la polarización, la desinformación y la manipulación son amenazas constantes en este nuevo horizonte mediático, lo que pone en peligro la capacidad de los ciudadanos para acercarse a las urnas con un criterio propio sobre lo que van a votar. Y también es evidente que para recuperar el espíritu original de la democracia griega es esencial abordar estos desafíos. La transparencia, la educación cívica y la regulación de la influencia mediática y financiera en la política son fundamentales para restaurar la confianza en el sistema democrático. Es complicado, pero solo así podremos conseguir que la democracia vuelva a ser una herramienta genuina para el empoderamiento de los ciudadanos y la toma de decisiones colectivas informadas.
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