Regresamos a Madrid. La vuelta a la gran ciudad después de unos días de disfrute de la naturaleza en Galicia resulta cada vez más triste. Las urbes del siglo XXI han perdido casi por completo su papel tradicional de lugares habitables. Cada vez quedan más reducidos los espacios de ocio, el centro histórico se transforma a pasos agigantados en un gigantesco centro comercial, mientras los barrios adormecen convertidos en dormitorios, se saturan las calles de vehículos y se marginan las áreas de recreo.
Hay que maximizar el tiempo para rendir mejor. Importa la velocidad del tránsito, no el camino por el que transitamos. Interesa que no haya tiempo para la reflexión, que no haya tiempo para el goce. Hay que circular sin entretenerse, todo deprisa con el objetivo de disminuir la distracción y de evitar las pausas de los ciudadanos, que no nos entretengamos en pensar demasiado, en pararnos a disfrutar con una puesta de sol o en apreciar la belleza de cualquier rincón urbano. Todo ello lo vamos perdiendo en favor del consumismo, del take away, del todo a cien o de los fast food. Las ciudades se uniformizan, da lo mismo caminar por el centro de Madrid que por el centro de Estrasburgo.
Aunque es difícil de cuantificar, se sabe que la calidad de los espacios públicos influye en la felicidad de sus habitantes. En una época en la que cada centímetro de suelo se aprovecha para fines privados y comerciales, se empiezan a apreciar las nefastas consecuencias de la desaparición del espacio público. Las ciudades pierden vida y sus habitantes se ahogan. Actualmente, diversos organismos están evaluando la carga atribuible a la contaminación atmosférica de los ingresos hospitalarios. Han comenzado por Madrid y casi 14.000 ingresos al año son achacables a ella. Los datos, una vez más, hablan por sí solos.
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